Hoy en día la atención del mundo parece estar centrada en una sola cosa: la epidemia del nuevo coronavirus, que empezó en Wuhan, China, y que está expandiéndose a gran velocidad por todo el mundo. Y es razonable que estemos preocupados. Las enfermedades nuevas requieren atención especial: no sabemos cuán contagiosas o mortales son, no sabemos si el patógeno que las provoca varía poco, como el virus del sarampión, o mucho, como el de la gripe. No sabemos, tampoco, qué tratamientos son efectivos ni si se podrán desarrollar vacunas y medidas profilácticas. En un mundo tan integrado como el nuestro, los efectos de estas epidemias a veces son incalculables. Sin ir más lejos, la mera posibilidad de que esta epidemia enlentezca el crecimiento de China y se extienda a otros países llevó a las bolsas del mundo a sufrir lo que, por ahora, es la peor caída en la última década.
Después de todo, vivimos en un mundo global. En 1950 hubo 25 millones de viajes turísticos internacionales (menos de 1 viaje cada 100 habitantes), y en 2018 el número aumentó a 1400 millones (casi 0,2 viajes por habitante). Las mercaderías y la gente viajan en días o semanas entre cualquier par de puntos del planeta, y eso ayuda a la dispersión de los patógenos. Pero esto no es lo único que en este mundo globalizado se propaga en forma viral.
Además de la epidemia de una enfermedad, hay una segunda epidemia, la de la desinformación acerca de la enfermedad. Una epidemia propagada por agentes infecciosos que no están hechos de materia sino de bits, que no se transmiten mediante fluidos corporales o vías similares, sino a través de las redes. Y así como es imposible hoy ver un canal de televisión, leer un diario, o mirar internet sin escuchar o leer información sobre la epidemia de coronavirus, este artículo hablará sobre la epidemia de desinformación más que sobre la del virus, por dos motivos. Primero, sobre este nuevo coronavirus, llamado SARS-CoV-2, y sobre la enfermedad que causa, conocida como Covid-19, ya hay mucho escrito, y dicho. Segundo, mucho de lo escrito y dicho es parte de esta epidemia de desinformación. Entenderla nos va a permitir prepararnos para combatirla, no sólo en este caso, sino también en los nuevos que seguramente vendrán.
Hoy, internet es a la información lo que los aviones a las cosas materiales, un acelerador que permite que todo tarde menos en llegar más lejos. Dicho de otro modo: actualmente, gracias a la tecnología disponible, las cosas materiales viajamos más lejos y más rápido que antes, tanto si somos gente que va a pasarla bien en sus vacaciones, como virus que provocan una pandemia. Lo mismo ocurre en el mundo de la información. Hace mucho ya que los medios de comunicación tradicionales no son los únicos que informan, o desinforman: gracias a la facilitación de las redes sociales, nosotros mismos somos generadores y propagadores de contenido. Pero con un condimento interesante que complica aún más las cosas: se demostró que las noticias falsas llegan más rápido y más lejos que las verdaderas, posiblemente debido a que son muy atractivas y por eso las compartimos más.
Pero la idea de doble epidemia, a nivel agente infeccioso y a nivel desinformación, no es nueva. Lo que es quizá más reciente es considerar que estas dos epidemias simultáneas se potencian mutuamente, por lo que el daño total termina siendo más que la suma de las partes. Estos mundos, que parecen separados, empiezan a interactuar con efectos que recién ahora estamos empezando a entender. A mediados de 2018, en la revista The Atlantic se publicó un artículo llamado “Cómo la desinfodemia propaga la enfermedad”, donde los autores advierten que la desinformación online hace que las enfermedades se dispersen aún más. Esto ocurriría por varias razones: la desinformación hace que disminuya la confianza en los organismos de salud y en los expertos, que se dediquen recursos a desmentir mitos e ideas conspirativas, y a veces incluso que se promuevan comportamientos que no sólo no son efectivos sino que ponen en riesgo a las personas.
Un ejemplo de esto es la desinformación sobre vacunas, que es hoy gran responsable de la baja en las coberturas de vacunación en algunas regiones, lo que a su vez colabora con el resurgimiento del sarampión que estamos viviendo en el continente americano. La antropóloga Heidi Larson, que trabaja sobre la confianza y desinformación en vacunas, dijo esto en un artículo en la revista Nature en 2018: “Predigo que la próxima epidemia −sea de una cepa de gripe de alta mortalidad u otra cosa− no se deberá a la falta de medidas preventivas. En vez de eso, el contagio emocional, facilitado por la digitalidad, puede erosionar la confianza en las vacunas y volverlas discutibles. En las redes sociales, el diluvio de información contradictoria, desinformación e información manipulada debería ser reconocido como una amenaza global a la salud pública”.
La desinfodemia sería entonces la ‘propagación de una enfermedad facilitada por desinformación viral’. Esto parecería estar pasando con Covid-19. ¿A qué podemos considerar desinformación en el contexto de este nuevo coronavirus? Circulan mitos acerca de cómo prevenir esta enfermedad o cómo curarla, ideas conspirativas sobre el origen del virus, hipótesis dudosas o insostenibles que se hacen pasar como si fueran certezas (la desinformación sobre temas de salud es tan estándar y sigue los mismos argumentos generales que cada vez que surge una nueva epidemia reaparecen las mismas ideas).
Redacción Ver.bo
Fuente: Agencias